lunes, 5 de enero de 2009

Samuel Slater, un personaje que cambió la historia. Por I. Asimov


"...Cuando se mecanizaron otros aspectos de la industria textil, la tela pudo producirse en tales cantidades y tan baratamente que un porcentaje mucho mayor de la raza humana pudo vestir decentemente. Como las telas y las crecientes cantidades de otros «artículos de consumo» producidos por las fábricas en expansión tenían que ser vendidas a gentes comunes, éstas empezaron a ser consideradas «clientes», y como clientes resultaban más valiosas que como «labradores» o «lacayos», de modo que Gran Bretaña obligatoriamente avanzó en la dirección de la democracia. Gran Bretaña, con sus reservas de carbón para alimentar sus máquinas, sus buques para el transporte de mercaderías y la experiencia requerida para construir y expandir la industrialización, se transformó en la nación más rica y poderosa del mundo. Conservó esa posición a través del siglo diecinueve y en ese período se transformó en la mayor potencia imperial (a costa de los pueblos no industrializados) que jamás vio el mundo.
La industrialización de Gran Bretaña, iniciada en el momento en que Estados Unidos se liberaba, amenazó abolir absolutamente las conquistas que los coloniales habían ansiado al ganar la «libertad». ¿Qué libertad tendrían si Gran Bretaña podía producir paños en tal cantidad y de tal calidad que los productos regionales norteamericanos ni siquiera podían empezar a competir? Estados Unidos se vería obligado a vender algodón (y otras materias primas) a los británicos, al precio que ellos impusieran, y comprar la tela (y otros productos manufacturados) a los británicos, también al precio que ellos impusieran. Si los británicos regulaban los precios, nosotros perderíamos y ellos ganarían.

Es lo que los británicos habían querido antes de la Revolución y lo que podían lograr después de la Revolución. Así funciona el colonialismo, ya la Colonia pertenezca abiertamente a la Nación que la explota o pretenda ser independiente.
La única salida para Estados Unidos era desarrollar una industria textil propia. ¿Pero cómo? Los Estados Unidos contaban con individuos ingeniosos, desde luego —estaba, por ejemplo, Benjamín Franklin—, pero el mero ingenio no bastaba para hacer las cosas con la rapidez necesaria. De algún modo había que robar secretos a los británicos para alcanzar la requerida celeridad.
Claro que no era fácil. Gran Bretaña sabía perfectamente que su riqueza y fuerza dependían de la preservación y, de ser posible, la extensión de su liderazgo industrial en el resto del mundo, y hacía todos los esfuerzos para lograrlo. Los planos de las nuevas maquinarias no podían salir del país, y tampoco los ingenieros expertos en la nueva tecnología. Y era muy lógico que los británicos estuvieran resueltos a que nadie, y menos los norteamericanos, se adueñara de esos recursos.

La nueva maquinaria textil era para los británicos de 1790 lo que la bomba nuclear para los norteamericanos de 1945, en lo que concierne al temor de la difusión del secreto. Y por otra parte, los norteamericanos de 1790 estaban tan ávidos de informarse acerca de la nueva maquinaria textil como los soviéticos de 1945 de informarse acerca de la bomba nuclear.

Los Estados Unidos actuaron como era de esperar en tales circunstancias. Hicieron lo posible para encontrar traidores, igual que la URSS un siglo y medio más tarde.


Esto nos lleva a Samuel Slater, nacido en Belper, Derbyshire, el 9 de junio de 1768. Trabajó como aprendiz con un socio de Richard Arkwright. Operaba maquinarias textiles y las conocía al dedillo. Sin embargo, Gran Bretaña era una sociedad clasista, y como el ascenso social era difícil de lograr, Slater sabía que sus progresos estarían limitados.
(Claro que Arkwright había salido de la insignificancia para amasar una gran fortuna y ganar el título de caballero, pero esa era la excepción. En realidad, las excepciones de este tipo son perjudiciales, pues colaboran en la preservación de un sistema injusto proporcionando la pantalla que oculta las injusticias. El éxito de uno es esgrimido para justificar y velar la opresión de diez mil).
A Slater le pareció que le iría mejor del otro lado del mar, donde una sociedad joven y aún caótica posibilitaba riqueza y prestigio a los advenedizos, y más aun teniendo en cuenta que Estados Unidos ofrecía una recompensa (es decir, soborno) por la clase de conocimiento que él poseía.
Slater no podía llevar consigo ningún plano, desde luego, de modo que se tomó el penoso trabajo de memorizar cada detalle de la maquinaria; después de todo, las autoridades no tenían manera de registrarle las pertenencias mentales. Tampoco podía emigrar como ingeniero, así que se disfrazó de labrador y se escabulló del país. En realidad «desertó». ¿De qué otro modo llamarlo?
En 1789 llegó a Nueva York y se puso en contacto con los Brown, la familia de comerciantes más rica de Rhode Island (El nombre de la Universidad de Brown proviene de Nicholas Brown, cuyo dinero permitió fundar la institución, y Slater trató con Moses Brown, el hijo de Nicholas). Hacia 1793, Slater, trabajando de memoria, construyó en Pawtucket la primera fábrica norteamericana. Luego las construyó en Nueva Inglaterra.

Esto era apenas un comienzo, pero también la declaración de la independencia era apenas un comienzo. El comienzo de Slater prosperó al mismo paso de la independencia, y la consecuencia fue que Estados Unidos se transformó en potencia industrial.

Si George Washington fue el padre de la patria, Samuel Slater fue el padre de la industrialización de su país adoptivo. No obstante, la política y la guerra resultan cautivantes pero la economía se considera aburrida, así que mientras George Washington está presente en todo el país, y más que nunca en el Año del Bicentenario, Samuel Slater es virtualmente un desconocido, aunque sus actos dieron a Estados Unidos mayores posibilidades de una independencia auténtica que las que pudieron brindar los actos de Washington sin ningún respaldo económico.

Claro que hay un poblado de Slatersville, denominado así en memoria de Slater, en la frontera central norte de Rhode Island, pero quién sabe cuántos habitantes del poblado saben cuál es el origen del nombre."

ISAAC ASIMOV. LUCES EN EL CIELO. Traducción de ARTURO CASALS
EDITORIAL SUDAMERICANA, BUENOS AIRES, 1980
Título del original en inglés:
«QUASAR, QUASAR, BURNING BRIGHT» © 1978 by Isaac Asimov

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que historia tan interesante. La he terminado enviándola a meneame. Saludos

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