jueves, 27 de noviembre de 2008
Alberto Bellucci: Un breve texto observando las historias de la Recoleta
Hasta hace cuarenta años, el lugar conservaba una vida tranquila y ciertos rincones sospechosos. Más acá de las vías del tranvía perduraban algunos talleres mecánicos, una carbonería, un sastre y un zapatero remendón, más allá de las vías, en el paredón sur del cementerio, empezaba el exótico reino de los gitanos, territorio prohibido para las familias educadas. Los jóvenes aficionados a los deportes y los automóviles sport habían tomado como propia la esquina del café "Aero Bar", que pasó a llamarse, más apropiadamente, "La Biela". Empezaron los años cincuenta. La Recoleta, anclada desde 1822 en su función titular de cementerio - ciertamente el cementerio más prestigioso y elegante de la ciudad -, se despertaba a una nueva vida de formas y colores, usos y costumbres urbanos.
Hoy esa zona se ha convertido" en la encrucijada de un Buenos Aires imprevisto, en un "collage" intenso y memorable donde se mezclan los estilos y los personajes más diversos, los ruidos y los silencios, el protocolo y la informalidad, la risa con las lágrimas, la vida con la muerte. Alguna vez definí a este lugar como "un trapezoide caleidoscópico abierto al placer de los sentidos" y creo que este carácter se ha seguido acentuando con el tiempo.
Es en la Recoleta donde la metódica trama ortogonal de Buenos Aires se quiebra y se dispara en todas direcciones; allí también la ciudad se reencuentra con el verde y desde la barranca - más allá de los trenes y el puerto - se puede adivinar el horizonte sin fin del río.
Como la ciudad prohibida de Pekín, también el corazón de la ciudad de los muertos está amurallado y tiene una sola entrada, el severo peristilo neodórico levantado en 1880 por el italiano Juan Antonio Buschiazzo. Por allí - destino inevitable de cementerio - siempre entran más de los que salen. Ciudad monumental dentro de la ciudad real, analogía y metáfora como quisiera Aldo Rossi, pintoresca y ordenada como imaginaba Serlio, su paisaje puede ser recorrido y leído con varias lecturas, colmena de alegorías exóticas en mármol de Carrara y granito negro, corredores interminables de escenografías fúnebres y extravagancias donde el dolor de unos se cruza con el asombro y la indiferencia de otros.
Junto al cementerio se levanta como pivote de la escena la iglesia colonial de Nuestra Señora del Pilar, blanca y austera por fuera, riquísima de azulejos de Talavera, platería tardobarroca, e imágenes y retablos de diseño europeo y factura indígena por dentro. Inaugurada en 1730, es la construcción más antigua del lugar y una de las más viejas de Buenos Aires. Proyectada por jesuítas alemanes e italianos, fue seguramente completada por fray Andrea Bianchi (el esforzado Bernini local que los porteños llamamos Andrés Blanqui) con una fachada vagamente serliana, a la que años después se le agregaron - significante y significado unidos - el remate de campanario acampanado y una curiosa espadaña barroca, diseñada con las formas más atrevidas que pudieron imaginarse entonces en este rincón pobre y lejano de la colonia española. Los funerales, los casamientos y las misas de doce del domingo en el Pilar mantienen hasta hoy el discreto encanto de las tradiciones que siguen convocando a la "high society" porteña.
Alrededor de estas condensaciones del más allá reinan el color, la alegría y el desprejuicio cotidianos (por lo menos hasta donde un porteño puede ser desprejuiciado). Al costado norte de la iglesia, allí donde alguna vez estuvo el convento de los padres recoletos (de allí el nombre de la zona) y que luego fue Asilo de Ancianos, los arquitectos-artistas Clorindo Testa, Luis Benedit y Jacques Bedel produjeron desde fines de los años setenta un reciclaje desinhibido que, entre otras cosas, volvió a mostrar la capilla neogótica del asilo (ahora pintada de rojo borgoña y convertida en teatro) junto con ruinas verdaderas y falsas en un curioso juego de volúmenes y colores bajo la luz. Fruto de esta calistenia proyectual, creció un centro artístico y cultural que puede considerarse - modestia aparte - como un Beaubourg vernáculo, reducto del arte joven y de la estética experimental. Hace dos años, desde las entrañas de este organismo surgió y se abrió hacia la barranca un sofisticado centro de diseño y terraza de comidas, también proyecto de Clorindo.
Tanto aquí como en el "strip" posmoderno frente al cementerio se alinean los restaurantes de moda y el paseante puede recorrer los gustos, el olfato y el estómago de la ciudad. El contraste es restallante: éste es un sitio donde Brueghel podría volver a pintar el combate nunca resuelto entre el Carnaval y la Cuaresma.
El clima cambia súbitamente con las sobrias fachadas de las residencias que bordean el pasaje Schiaffino y se filtran por Quintana y Alvear hasta Callao, hasta desbarrancarse por Posadas y desaparecer en el fárrago de la Avenida Libertador. Son las últimas arquitecturas académicas de un Buenos Aires que entre 1890 y 1940 quiso parecerse desesperadamente a París.
Y franceses también son las esculturas y los escultores de varios de sus muchos monumentos, desde el soberbio de Emile Antoine Bourdelle, dedicado al general Alvear, y el conjunto alegórico que la república francesa regaló a la Argentina en 1910, original de Emile Peynot hasta los varios personajes sueltos que prosiguen, inmóviles, sus tareas eternas en los parques de Palermo, el Centauro herido y el Heraldos arquero, ambos de Bourdelle, el Segador y el Sembrador de Constantin Meunier, las Tres ninfas de primavera y el Orador de León Drivier, etc.
Junto a ellos, una valiosa selección de clásicos argentinos - el San Sebastián arquero, el George Canning y el monumento fúnebre del Coronel Falcón, de Alberto Lagos; la Cautiva, de Correa Morales; el Emilio Mitre sedente de Hernán Cullen Ayerza, el Rubén Darío de José Fioravanti - encabeza una constelación populosa y brillante de bronces, mármoles y granitos que juegan a las escondidas y a los encuentros furtivos entre las altas palmeras, las magnolias y los gomeros tentaculares, los jacarandaes azules, las tipas amarillas y los ponzoños palos borrachos rosados de los parques de Palermo. La última estrella incorporada a este sistema internacional es el enorme torso de bronce que Botero donó a la ciudad en 1994.
Zona especial de Buenos Aires, abierta a la exploración y los descubrimientos personales, la Recoleta puede ser contada con poesía, con dibujos y fotografías mucho mejor que con palabras, pero - "archipiélago delicioso", como la tituló Ulises Petit de Murat - pretende y merece ser sentida a través del libre recorrido por sus múltiples islotes de arte y naturaleza, por sus canales de historia y por sus riberas de fantasía y sensualidad urbanas.
Alberto G. Bellucci. LA RECOLETA, UN LUGAR ESPECIAL. Texto publicado en la Revista ABITARE nº 342, Julio-Agosto 1995, Número especial dedicado a Buenos Aires.
REFERENCIAS PERSPECTIVA AEREA: 1- Casas Francesas, 2- Monumento a Emilio Mitre, 3- Monumento a Colonel Falcón, 4- Bar La Biela, 5- Expansión Abierta de la zona de los Restaurantes, 6- Monumento a Torcuato de Alvear, 7- Cementerio de La Recoleta, 8- Iglesia de la Virgen de Pilar, 9- Centro Cultural, 10- Buenos Aires Design Center, 11- Monumento al Francés, 12- Palais de Glaces, hoy Salas Nacionales, 13- Monumento al General Alvear, 14- Parleur, 15- Herakles arquero, 16- Centauro herido, 17- Museo Nacional de Bellas Artes, 18- Puente del 150th aniversario de la revolución de Mayo
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