sábado, 5 de septiembre de 2009
El Día que Norman Foster se perdió en la Ciudad de Buenos Aires
El 17 de octubre de 1997 amaneció una primavera esplendorosa sobre Buenos Aires. Esa mañana habían sido citados en el Museo Nacional de Bellas Artes los jurados internacionales que deberían entendérselas con los más de 400 anteproyectos del concurso internacional convocado para dar vida al futuro Museo de la colección de Eduardo Costantini (actual Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, MALBA). Pero ese día Norman Foster, una de las figuras más prominentes del jurado, faltó a la cita. A pesar de frenéticos intentos por averiguar su paradero nadie acertó a dar con él en toda esa tarde. Incluso se dijo que el director del Museo, Jorge Glusberg, razonablemente inquieto ante la deserción de Foster, amenazó con cancelar parte de los honorarios comprometidos. ¿Donde pasó esa tarde porteña el más notable de los arquitectos ingleses contemporáneos? ¿Qué motivos lo impulsaron a desertar de la reunión inicial con sus colegas del jurado? A más de cuatro años de distancia, con los ánimos calmados, la función de jurado cumplida a conciencia en los días siguientes y el MALBA ya terminado y en pleno funcionamiento, es posible desentrañar la incógnita de aquella tarde en que Norman Foster y su mujer Elena recorrieron Buenos Aires en secreto riguroso y en compañía del suscripto. En realidad la historia había empezado siete meses antes, exactamente el 17 de marzo, cuando recibí en mi despacho del Museo Nacional de Arte Decorativo la visita de dos arquitectos del estudio: Marc Sutcliffe (director) y Peter Haberbosch (asociado), con la propuesta de hacer conocer a los Foster, ni bien llegaran a Buenos Aires, el espíritu arquitectónico de la ciudad que iban a visitar por primera vez. Según me dijeron, mi nombre surgió seleccionado luego de una cuidadosa compulsa de posibles arquitectos historiadores del ambiente local. Probablemente exageraron, ellos o los alumnos informantes, sobre las cualidades de mis clases en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UBA y sobre mi entusiasmo por hacer conocer la calidad del patrimonio arquitectónico porteño. Quizás alguien les informó también sobre mi admiración hacia el humanismo tecnológico, tan altamente imaginativo, de Foster. Lo cierto es que, sin dudar, acepté la invitación que a lo largo de los meses siguientes fue mostrándose como un verdadero desafío. En efecto ¿qué obras preferirían ver? y ¿qué elementos del amor y el espanto porteño resultarían más aptos para comunicarles? Todo fue cuidadosamente planificado, como si se tratara de una operación comando o de un simulacro de montaje de la cúpula vidriada del Reichstag de Berlín (inaugurada recién en abril de 1999). A las dos de la tarde de ese 7 de octubre, Norman y Elena Foster, y Pedro, se presentaron en mi despacho del Museo Nacional de Arte Decorativo, donde los esperaba en compañía de mi hija Carolina, también arquitecta y “fosteriana” decidida. Esbocé una rapidísima explicación histórica, con estilos, cronologías y ubicaciones sobre un plano especialmente preparado para una comprensión elemental de esta enorme, ciudad cuadriculada cuya extensión había impresionado a los Foster desde el aterrizaje en Ezeiza. Todo empezó con una visita sumaria a la ex residencia Errázuriz Alvear, este trozo de París enquistado a principios del siglo XX, gracias a los planos enviados por un arquitecto y varios decoradores franceses que nunca llegaron a estas tierras. Y para redondear la París porteña hicimos una recorrida por Palermo Chico, el barrio de las embajadas y el extremo sur de los parques de Palermo. Como suele suceder con los europeos, que no poseen esas especies, les encantó conocer el Jacaranda y los palos borrachos, emoción que se repitió en Plaza San Martín. Aunque no estaban en la época de floración, que tapiza respectivamente de violeta y de rosa los suelos de Buenos Aires, Elena Foster -dama española rubia y simpatiquísima, psicóloga de notable acción profesional y mediática en Europa- me garantizó que podía imaginar esos colores sin necesidad de verlos. De paso, les mostré el emplazamiento del futuro Museo Costantini, en ese momento semioculto por una enfilada de jacarandáes en guardia y polémicas en ciernes. Era previsible que Foster no tuviera gran interés en visitar la sede de ATC, la Biblioteca Nacional o el Centro Recoleta y el Center Design, ni tampoco -bastante mas tarde- el Teatro General San Martín, donde Mario Roberto Álvarez se había ofrecido gentilmente a esperarlo. Con bastante prudencia Foster me hizo ver que los edificios contemporáneos entraban en su dieta habitual de ciudades globalizadas y me di cuenta, a mi vez, que el exceso del tratamiento plástico y los volúmenes opacos no eran precisamente un must de su imagen porteña. Muy rápidamente entramos y salimos por el art déco de Virasoro -su casa y algunos departamentos- y el Opera de Bourdon, o sea el Buenos Aires del 1925 al 1935. Le interesó el diálogo sincrónico entre el déco tipo Radio City del Opera y la asepsia racionalista del Gran Rex, de Prebisch, justo enfrente. Como hicimos una recorrida “en peine” que nos obligó a atravesar cinco veces la avenida 9 de Julio a diversas alturas, hubo oportunidad de contemplar el Obelisco emblemático desde lejos y desde cerca, desde el norte y el sur, con sol y en sombra, lo que potenció su carácter de símbolo porteño omnipresente. Dentro de la arquitectura de los treinta lo que más le impresionó fue el Kavanagh, entrevisto desde las arboledas de la Plaza San Martín y luego circundado desde la base, a su pedido. Pero las tres obras que concitaron el mayor interés de Foster fueron cronológicamente anteriores: el Palacio de Aguas Corrientes (1887), el Teatro Colón (1908) y el edificio de oficinas de Julián García Núñez en Avenida de Mayo y Chacabuco (1911). Frente al primero, los visitantes quedaron maravillados ante la fábrica ornamental que envuelve lo que en definitiva fue el enorme tanque de reserva de agua del Barrio Norte. Lamentablemente no hubo tiempo de visitar las entrañas metálicas del edificio, que les mostré en fotografías. En cambio, en su visita al interior del Colón, Norman quiso demorarse contemplando, desde el podio del director de orquesta, la vastedad espacial de la sala, vacía e iluminada especialmente para los visitantes. Fue una de sus grandes sorpresas. Sin embargo, creo que fue subiendo por el ascensor de las oficinas de García Núñez, esa cavidad central que combina magistralmente las barandas sezession y los frisos art nouveau con una apertura imprevista al futurismo, cuando Foster alcanzó su mayor gratificación. Imaginando su afición por los grandes espacios y los recintos monumentales, había dudado en incluir la visita a esta miniatura que suele pasar desapercibida en la maraña del eclecticismo porteño. Pero también pensé que lo impactaría la nitidez de la resolución espacial y tecnológica de un edificio que, a casi un siglo de su construcción, sigue utilizándose como el primer día. Y en verdad se sintió feliz como un chico, encerrado en la cápsula enrejada del ascensor central, mientras su mujer nos sacaba fotos. Aprovechando la parada bordeamos Plaza de Mayo, planeando desde las arcadas del Cabildo sobre la Catedral, el Banco Nación, la Casa Rosada y las huellas de los pañuelos blancos de las Madres de la Plaza. Propuse que camináramos unas cuadras por la Avenida de Mayo para respirar la difusa atmósfera española de fin de siglo, donde Elena Foster admitió reencontrarse con fragmentos urbanos de su terruño. Esquivamos los copetines al paso de las veredas y entramos a descansar y conversar un rato en el Tortoni (café doble y un tostado). A esta altura estábamos los cinco tan felices como cansados, y el intermedio del aperitivo nos permitió intercambiar algunas ideas sobre la arquitectura y la tecnología y el humanismo. Nada especialmente destacable, a no ser por el sentido común propio de la activa racionalidad del inglés y la simpatía desbordante de Elena (en todo momento la más fresca del grupo). Pero recuerdo que Foster manifestó su impresión positiva ante el dinamismo porteño y la heterogeneidad y calidad de sus edificios históricos. También confesó cuánto había incidido en su formación y en sus ideas arquitectónicas la actitud de apertura y curiosidad con que solía recorrer una ciudad nueva, experiencia que siempre llegaba cargada de sorpresas fecundas. Nos llegamos hasta la rotonda central del Barolo, ese “círculo mágico” trazado en el vientre de una manzana por el delirio colosal y el oficio notable de Mario Palanti. Una cuadra más adelante nos introdujimos en la mole de La Inmobiliaria, de Luis Broggi, y -previa combinación con el inefable Ed Shaw, que todavía habitaba la cúpula oeste del conjunto, una de las agujas más increíbles de Buenos Aires- pudimos ver desde arriba la Plaza de los Dos Congresos, con el fondo premonitorio del Palacio Legislativo donde comían los parlamentarios y la Carpa Blanca donde ayunaban los docentes. Otra visión impactante de las glorias y conflictos, el amor y el espantó de esta Buenos Aires -admitámoslo- en orgullosa declinación. Todavía alcanzamos a hacer una breve recorrida por los pabellones reciclados y las nuevas extensiones de Puerto Madero, en proceso de terminación. Sonó con satisfacción frente a la volumetría aproada del edificio República (o Telefónica) de César Pelli y, en cambio, frunció el ceño al mirar una torre cercana, arropada en su piel de vidrio celeste y blanca... Iba cayendo el sol y seguíamos atravesando la 9 de Julio de norte a sur, enhebrándola como cordón de zapatilla deportiva. Buenos Aires se ponía cada vez más roja y dorada, con reflejos fucsia en sus arreboles de horizonte. Llegamos al Yacht Club para asistir al surgimiento del skyline final de Buenos Aires, un telón negro y recortado con ventanas estrelladas, olor a río, veleros quietos y fondo de incendio. Un whisky rápido, antesala del trago final en el bar del Hotel Plaza Francia, donde los Foster recibieron los diversos pedidos de habeas corpus del Museo de Bellas Artes. Los cuerpos estaban de nuevo allí, pero el espíritu de los Foster seguía vagando por esa Buenos Aires enorme, heterogénea y dispersa que se había ido quedando pegada, poco a poco, a lo largo de cada uno de los fragmentos recorridos. Estos son recuerdos vivos pero intangibles de aquel día memorable. Conservo, en cambio, unas breves líneas, escritas con la grafía de trazos rectos y paralelos típica de Foster: "You opened our eyes to Buenos Aires, and it made all the difference...".
EL DIA QUE NORMAN FOSTER SE PERDIO EN LA CIUDAD Por Alberto Bellucci para Idea Viva, 2002
Desde el inicio del blog que busco infructuosamente el artículo que Alberto me había fotocopiado inmediatamente en el momento de su publicación. Pero recién fue en los últimos días cuando gracias a la generosidad y el meticuloso orden del archivo del arq. Gustavo Brandariz pude reencontrarme con tan curioso relato. Agradecemos a la arq. Florencia Zungri quien se ha ocupado de trasladar el texto a un formato digital para que todos lo podamos disfrutar...
Editado por el arq. Gustavo Brandariz y el arq. Martín Lisnovsky.
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5 comentarios:
Mientras leía hice el ejercicio mental de cuál edificio habrá sido el que más le gusto a Sir Norman?
No le pegué ni en el palo a las oficinas de Julián García Núñez!
Qué historia genial. Muy ameno el relato, gracias por publicar esta perla perdida.
Increíble. Ni me imaginaba que esto había pasado alguna vez. Gracias por la perlita!!
Si no fuera por la foto y la firma de Bellucci, pensaría que es un relato soñado, pura ficción. Cómo puede ser que lo descanozcamos la mayoría de los estudiantes y jóvenes arquitectos?
Una gran curiosidad
García Nuñez el Preferido!!!
¿Dónde podríamos conseguir los planos de esa gran pileta vestida de edificio académico situada en la avenida Córdoba?
Quién hubiera dicho, el ojo de Foster no suele equivocarse
Excelente artículo. Una maravilla todo lo que cuenta y revela. ¡Gracias de veras!
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