lunes, 14 de mayo de 2007

André Malraux, en Memoria de Le Corbusier


En momentos en que el gobierno decidía rendir el solemne homenaje de Francia a Le Corbusier, recibió el siguiente telegrama: "Los arquitectos griegos, con profunda tristeza, deciden delegar a su presidente al entierro de Le Corbusier para depositar sobre su tumba tierra del Acrópolis."
Y ayer: "La India, donde se encuentran varias de las obras maestras de Le Corbu­sier y la capital que ha construido, Chandigarh, irá a derramar sobre sus cenizas agua del Ganges, como supremo homenaje."
He aquí, pues, la eterna revancha.
Es hermoso que Grecia esté presente en esta "cour" ilustre que le debemos sucesivamente a Enrique II, Richelieu, Luis XIV y Napoleón, y que esta noche la diosa pensativa incline lentamente su lanza sobre este féretro.
Es hermoso que estén presentes, también, los mandatarios de los templos gigantescos y de las grutas sagradas, y que este homenaje sea el homenaje de los elementos.
Pues, desde luego, es a un símbolo fraterno que se dirigen esos símbolos. Le Corbusier ha tenido grandes rivales. Algunos de ellos nos hacen el honor de estar presentes. Otros han muerto. Pero ninguno ha significado con tal fuerza la revolución de la arquitectura, porque ninguno ha sido insultado tan pacientemente, durante tanto tiempo.
La gloria recibe a través del ultraje su resplandor supremo, y esta gloria se dirigía a una obra más que a una persona, que poco se prestaba a ello. Después de haber usado, a lo largo de muchos años, los anchos corredores de un convento secularizado como taller, el hombre que había concebido capitales ha muerto en una cabaña solitaria. Los bañistas que rescataron el cuerpo del viejo nadador ignoraban que se llamaba Le Corbusier. Pero tal vez a él le hubiera gustado saber que, cuando lo veían cada día bajar hacia el mar, lo llamaban "l'ancien".
Había sido pintor, escultor, y más secretamente, poeta. No había pe­leado ni por la pintura, ni por la escultura, ni por la poesía: sólo peleó por la arquitectura. Con una vehemencia que no sintió por ninguna otra cosa, porque en la arquitectura sola encontraba su propia esperanza con­fusa y apasionada de lo que puede hacerse por el hombre.
Su frase famosa: "Una casa es una máquina que se habita" de ningún modo lo pinta. Lo pinta aquello de: "La casa ha de ser un estuche de la vida". La máquina de la felicidad. Siempre soñó con ciudades y los pro­yectos de sus "ciudades radiantes" son torres que surgen de inmensos jardines. Este agnóstico ha construido la iglesia y el convento más asombrosos del siglo. Decía, al final de su vida: "He trabajado para aquello de que están más necesitados los hombres de hoy: el silencio y la paz", y el prin­cipal monumento de Chandigarh debía llevar en lo alto una gigantesca "mano de paz" sobre la que se posarían los pájaros del Himalaya. La "mano de paz" no ha sido colocada aún...
Esta nobleza a veces involuntaria se avenía muy bien con teorías a menudo proféticas y casi siempre agresivas, de una lógica rabiosa: forman parte de los fermentos del siglo. Toda teoría está condenada a la obra maestra o al olvido. Pero éstas han aportado a los arquitectos la grandiosa responsabilidad que hoy les incumbe: la conquista de las sugerencias de la tierra para el espíritu. Le Corbusier ha cambiado la arquitectura, y ha cam­biado al arquitecto. Por eso fue uno de los primeros inspiradores de este tiempo.
Había en él un creador que no podemos separar del Teórico pero que no se confunde con él. Digamos que era su hermano gemelo. Le Corbusier era, ante todo, el artista que había dicho en 1920: "La arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de las formas reunidas en la luz", Y más tarde: "Séales dado a nuestros hormigones tan ásperos revelar que, debajo de ellos, nuestras sensibilidades tienen finura..." En nombre de la función, como en nombre de la lógica, inventaba formas admirablemente arbitrarias. Desde luego, se oponía al decorado de fines del siglo XIX, destruía el orna­mento. Pero ¿la destrucción del estilo candelabro hubiera bastado, cuando aún se esperaban de él masas geométricas que suscitaran la proa de Ronchamp, azotada por las nubes de los Vosgos? Su austeridad re-encontraba allí el alma de las basílicas románicas.
Parecía olvidar, pero jamás olvidaba, que sus casas no eran sólo casas, que sus ciudades imaginarias no eran sólo ciudades, y que Chandigarh era cosa muy distinta de la capital del Punjab. Ha explicado, con gran poder de expresión, lo que amaba, y por eso los arquitectos griegos mandan tierra del Acrópolis "al hombre que sentía y quería a Grecia". Pero es Chandigarh y no sus escritos lo que nos ha revelado la fraternidad secreta de Grecia y de la India. Sus obras y no sus teorías han puesto de manifiesto el gran y profundo parentesco de las formas arquitectónicas. Al decir que las calles no habían sido hechas para los autos, sino para los peatones y para los jinetes, revelaba un lenguaje milenario. Porque anunciaba el por­venir, metamorfoseaba todo el pasado de los muertos para entregarlo a los vivos...
Le Corbusier, yo os he visto tan emocionado por el filial homenaje del Brasil; éste es el homenaje del mundo. . .
En el Japón comienza el día y las seis cadenas de televisión proyectan vuestro museo de Tokio; el alba despunta en la India y los pájaros de Chan­digarh sacuden sus alas sobre vuestros monumentos, mientras que los gorrio­nes se duermen sobre la iglesia de Ronchamp. Del otro lado de la Tierra, el ministerio de Río, la epopeya de Brasilia van a encenderse esta noche. . .
Como el cortejo de las mujeres de la India que llevan tierra hacia el pedestal, aún vacío, de "la mano de la paz", con el gesto de las porta­doras de ánforas, he aquí a Kubitschek que os exalta. Él hizo surgir Bra­silia en las llanuras desérticas y os llamó "visionario de la arquitectura, con vuestros discípulos Niemeyer y Costa" (No son vuestros discípulos sino vuestros hijos). Niemeyer, el arquitecto del Palacio de Estado de América Latina acaba de decir: "Fue el genio máximo de la arquitectura contempo­ránea". Y Costa, que dibujó el conjunto urbano mayor del mundo, ha venido siguiendo vuestro féretro desde la playa trágica.
He aquí su hija, vuestra alumna, que ha revestido vuestro catafalco.
He aquí los arquitectos de Grecia y de la India.
He aquí el mensaje de Aalto, que ha transformado Finlandia, y el de Inglaterra que dice: "No existe arquitecto de menos de sesenta años que no haya sido influido por él". He aquí el de los soviéticos: "La arquitectu­ra moderna ha perdido su más grande maestro", Y he aquí el de Neutra, el de los arquitectos norteamericanos, que se lamentan pensando en lo que aún podíais hacer.
He aquí la voz del presidente de los Estados Unidos: "Su influencia era tan universal y sus trabajos están cargados de una perennidad que pocos artistas alcanzan en nuestra historia".
Y he aquí por fin a Francia -la que tan a menudo os ha desconocido, la que llevávais en, vuestro corazón cuando, después de doscientos años elegisteis volver a ser francés que os dice a través de la voz de su mayor poeta: "Te saludo en el severo umbral de la tumba".
Adiós, mi viejo maestro y mi viejo amigo. Buenas noches.
He aquí el homenaje de las ciudades épicas, las flores fúnebres de Nueva York y de Brasilia. He aquí el agua sagrada del Ganges y la tierra del Acrópolis.


ANDRÉ MALRAUX
(Traducción de Victoria Ocampo.)
* Este discurso -Homenaje del Gobierno Francés por medio de su Ministro de Asun­tos Culturales- fue pronunciado el 19 de septiembre en la Cour Carré del Louvre, don­de velaron a Le Corbusier.
Publicado en SUR, Revista Bimestral, nº 296. Buenos Aires, septiembre y octubre de 1965.

Seleccionado por el arq. Gustavo Brandariz.
Editado por el arq. Gustavo Brandariz y el arq. Martín Lisnovsky

1 comentario:

Unknown dijo...

Lembro de meus 17 anos lendo emocionado esse magnífico discurso de Malroux publicado pelo Jornal do Brasil.

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